Caminar con Cristo

martes, mayo 08, 2007

Una mirada compasiva


Tuve un compañero de estudios en la universidad a quien todos llamábamos Panchy. Era un muchacho hiperactivo, muy ocurrente, irreverente y las conversaciones con él casi siempre rayaban en lo grosero (cuando menos). Lás más de las veces se comportaba con muy poca madurez. Ciertamente no gozaba de mi aprecio por aquellos tiempos y en general lo evitaba.

Casi a punto de graduarnos nos impactó a todos esta noticia: Panchy estaba ingresado en el Oncológico, con un cáncer de piel bien agresivo que hacía que su cuerpo se llenara de bolas (tumores). A pesar de que había sido operado en dos ocasiones, no respondía a los tratamientos y su estado de salud fue empeorando progresivamente. La última vez que lo vi fue en la graduación. Llegó en una silla de ruedas, con un balón de oxígeno que tenía que usar para ayudar a su ya debilitado sistema respiratorio. Recuerdo que al salir nos encontramos y me tendió la mano y me felicitó. Yo traté de consolarlo como pude. Apenas una semana después moriría.

Nunca podré olvidar su mirada esa noche. Era la mirada de alguien sin esperanza, de quien mira a la vida con profunda reverencia, de quien puede apreciar, ya a punto de perderlo, el increíble don de estar vivo. Me miraba con admiración, como si yo fuera lo que le hubiera gustado ser de haber tenido una nueva oportunidad. Me sentí realmente mal y el recuerdo de este breve encuentro hace que siempre que piense en mi graduación lo primero que me venga a la mente es su figura en silla de ruedas, conversando conmigo en un pasillo del Karl Marx.

Luego me enteré por uno de sus amigos que su madre y su hermano habían perdido la vida muy jóvenes, también de algún cáncer agresivo. Ahora creo que su personalidad estaba profundamente marcada por esa espada de Damocles que pendía, invisible, sobre su vida. ¿Cómo fue que nunca vi esto? Ahora creo que debí conocerlo mejor, hablarle más, darle oportunidades que nunca le di. Simplemente lo observé externamente y me aparté. Callada, prejuiciosa e inadvertidamente lo juzqué y lo condené.

¡Qué bueno que Dios no es así! Él contínuamente está viendo oportunidades en el camino, puertas abiertas por donde entrar, gente clamando en lo más íntimo por provisión espiritual. Si tan solo viéramos como Él...

Ustedes dicen: ‘Todavía faltan cuatro meses para la cosecha’; pero yo les digo que se fijen en los sembrados, pues ya están maduros para la cosecha. Juan 4.35, VP.
¿Qué vemos? ¿En qué está puesta nuestra mirada? Dios nos llama a mirar con ojos espirituales, con ojos compasivos, llenos de amor. No nos llama a fijarnos en quién es el que tenemos delante, sino en lo que puede llegar a ser.
Un día, viendo a la gente del país muy ocupada en arrancar ortigas, miró aquel montón de plantas desarraigadas y ya secas, y dijo:

—Están muertas. Sin embargo, serían buenas si se supieran utilizar. Cuando la ortiga es nueva, su hoja es una excelente legumbre; cuando envejece, tiene filamentos y fibras como el cáñamo y el lino. La tela de ortiga sería tan buena como la tela de cáñamo. Picada, la ortiga es buena para las aves; molida, es buena para los animales de cuernos. La semilla de la ortiga, mezclada con el forraje, da lustre al pelo de los animales: su raíz, mezclada con sal, produce un hermoso color amarillo. Por lo demás, es un excelente heno que se puede segar dos veces. ¿Y qué necesita la ortiga? Poca tierra, ningún cuidado, ni cultivo alguno. Únicamente la semilla se cae, conforme va madurando, y es difícil de recoger, pero no más. Con poco trabajo, la ortiga sería útil; se la desprecia, y es dañina. Entonces se la mata. ¡Cuántos hombres se asemejan a la ortiga! —Tras un silencio añadió—: Amigos míos, recordad esto: no hay malas hierbas, ni malos hombres. No hay más que malos cultivadores.
¡Qué inspirador este pasaje de Los Miserables, de Victor Hugo! Es un libro fascinante. Te reto a que lo leas y adquieras de Dios un corazón compasivo de la mano de Monseñor Bienvenu, Jean Valjean, Cosette y Fantine.

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